Mendel y sus hijos se reunieron con nosotros un par de kilómetros al este de las tierras de cultivo de Rathcairn y continuamos camino todos juntos. Poco después avistamos un campamento improvisado y tres cabañas a medio construir, en las que trabajaban una docena de humanos.
—¿Qué harán aquí? —inquirí, aprovechando la excusa para distraernos al menos por unos minutos de lo que nos traía al oeste.
—Estamos llevando a la práctica la idea de Luna Risa —explicó Mendel guiñándole un ojo a mi pequeña, que enrojeció hasta las orejas—. Los que saben construir están levantando casas para los agricultores, que están ocupados en los campos. Si el clima acompaña, habrán terminado al menos diez viviendas antes que llegue la nieve, y los refugiados podrán mudarse aquí.
—¿Todos los humanos?
—¿Encontraste rastros de vasallos o algo parecido? —le pregunté a Mendel, cerrándome a los demás.—No, nada. Ni siquiera campamentos de cazadores como la vez anterior.—¿Qué es lo que te preocupa, entonces?—No lo sé, Mael. Es algo en el aire. Huele a peligro.Risa nos escuchaba con la vista baja, y apretó mi mano en silencio.—¿Quieres que nos marchemos? —le pregunté.—No. Ya hemos llegado hasta aquí —respondió en un susurro—. A menos que ustedes descubran alguna amenaza concreta, prefiero que continuemos adelante.Y eso hicimos. Una vez más, descansamos unas horas después de cenar, y retomamos camino. Mendel y sus hijos, que estuvieran allí sólo meses atrás, recordaban el camino mucho mejor que yo, y podían guiarnos sin inconvenientes por el bosque a
Sentí un retorcijón de rabia y angustia. ¿Qué hacían allí, solos en el bosque como Risa soñara, alimentándose de animales muertos, tan cerca de la morada de su madre? Ahora que podía verlos de cerca, noté raspones y cortes superficiales en sus lomitos. Y estaba seguro que si me permitían lamerles los flancos, sentiría sus costillitas.Superada la sorpresa inicial que los paralizó cuando comencé a lamerlos, permanecieron muy quietos durante varios minutos, sin intentar hurtarse. Sus esencias se iban limpiando de miedo paulatinamente. Eran dos niñas y un niño, que de pronto reunió todo su valor y olió mi hocico.Entonces me eché con las patas delanteras dentro de su reducido refugio, tan separadas como podía, incluso deslizándolas bajo ellos. Una de las niñas, la más pequeña de los tres, se animó a
Risa le susurró algo al cachorro, que permitió que Aine lo tomara en sus brazos. Dejó que Dana y yo pasáramos hacia mi sobrina y retrocedió hacia la pequeña que quedaba. Volvió a arrodillarse y le tendió ambas manos con las palmas hacia arriba.Kian y sus hermanos rodearon a Aine para saludar sonrientes al cachorro, hablándole en voz baja y rascándole la cabeza. El pequeñín aceptó alegremente toda aquella atención, y hasta permitió que Kian lo alzara. Entonces Aine se agachó frente a Dana, la cachorra que me siguiera. La pequeña se escondió entre mis patas para olerla a distancia prudencial.—Permítele alzarte, hija —le dije—. Así no te cansas. Y llegaremos más rápido a la comida.En tanto, al otro lado del estanque, Risa había logrado que la otra niña le permitiera tocarla. Dana
Sabíamos que no podíamos deshacernos de todos ellos aunque fuera lo último que hacíamos en nuestras vidas. Y luego los sobrevivientes irían tras Risa y los cachorros de todas formas.No vacilaron al encontrarnos cortándoles el paso, y cargaron contra nosotros con sonrisas torcidas, pregustando la carnicería. Sin tiempo de pensar siquiera una estrategia que pudiera funcionar, ordené a los míos que los esquivaran, abriéndonos a ambos lados de la huella.Los pálidos se dispersaron persiguiéndonos—¡Atrápenlos! —ordenó una amazona a los pálidos, echando a correr por la huella con las otras tres—. ¡Nosotras iremos tras ella!Sus palabras me helaron la sangre. Por suerte, Risa y Mendel aún podían escucharme, y mientras esquivaba a un pálido, pude advertirles que las amazonas los seguían.A pesa
**Esta historia es la continuación de Alfa del Valle**LIBRO 1Capítulo 1El amplio corredor que llevaba al salón de fiestas estaba adornado con primorosas guirnaldas de lunas crecientes entrelazadas con cintas azules y flores blancas, cuyo perfume se mezclaba con una multitud de esencias dulces que sólo hablaban de felicidad.La mano de madre en la mía era un contacto cálido, tranquilizador. A nuestras espaldas, Milo y Mendel se alinearon con sus compañeras, aguardando con una paciencia que me costaba compartir.—Mora te matará por esto —comentó Mendel divertido—. Te advirtió que no te casaras sin ella.—Por supuesto, lo pospondré seis meses sólo para darle gusto —repliqué revoleando los ojos, mientras madre a mi lado reía por lo bajo.En ese momento se abrieron las puertas del salón en el otro extremo del corredor y no precisé cerrarme para que el mundo a mi alrededor desapareciera, mis ojos cautivados instantáneamente por la figura que se erguía directamente frente a mí. Tras ella
Nos quedamos mirándonos, estremecidos de emoción, nuestras manos trémulas entrelazadas, nuestros corazones latiendo con fuerza, mientras el sacerdote decía algo sobre marido y mujer.Incapaz de contenerme, no esperé que terminara de hablar para alzar el velo y encontrar esos hermosos ojos purpúreos brillantes de lágrimas de felicidad como los míos. Risa alzó apenas la cara hacia mí, en ese gesto que, a solas, solía bastar para que comenzara a desnudarla.Se suponía que el beso era más bien simbólico de la unión de los cuerpos tanto como de las almas, pero apenas rocé sus labios de miel, me resultó imposible contenerme. Su boca se entreabrió para hacer lugar a mi lengua, y me echó los brazos al cuello cuando le sujeté la cintura para atraerla contra mí, mientras a nuestro alrededor todos nos aplaudían y vivaban.El pobre sacerdote se había hecho a un costado cuando tuvimos a bien dejar de besarnos, y guié a Risa de la mano hacia la tarima. Nos arrodillamos ante madre, que apoyó sus man
No había resultado sencillo explicar por qué Risa se negaba a dejar su habitación vecina a los estudios de las sanadoras. De no haber mediado la intervención de madre, que mandó a todos de paseo y dio orden expresa de que no metieran el hocico donde no los llamaran, mi pequeña se habría visto obligada a cambiarse a una habitación en el mismo nivel de la mía, más acorde a su nueva posición de prometida del Alfa.Pero con la complicidad de madre, Risa evitó mudarse y recuperamos la intimidad de la que gozáramos hasta el verano. La única diferencia era que ahora, en vez de bajar yo a verla, ella subía a mis habitaciones, donde pasábamos las noches juntos como antes. Y al amanecer, la despertaba para que volviera a bajar a vestirse para el día y saliera del dormitorio correspondiente.Creo que de no haber sido por eso, el día de nuestra boda la habría secuestrado apenas terminado el almuerzo, impaciente por estar a solas con ella.En cambio, no me resultó tan difícil tolerar con paciencia
Seguí besándola hasta saberla perdida en su placer y retiré un poco mi dedo, para sumar otro al hundirse en su vientre. Su cuerpo se tensó un poco, sin rastros de dolor físico, y el placer que le produjo la fricción más intensa hizo que su carne pulsara contra mis dedos.Sentí el tirón de mi ingle y el ramalazo de fuego en las entrañas. La deseaba tanto que dolía, pero jamás me arriesgaría a causarle el menor malestar por dejarme llevar por mi propia urgencia.De modo que volví a besar su pecho, su cuello, sus labios, mi mano moviéndose un poco más rápido entre sus piernas, disfrutando cada gemido, cada gesto, cada muestra de su placer. Sabiéndola perdida en mis caricias, me atreví a sumar un dedo más en su vientre, atento a su reacción.Su expresión se contrajo y un eco de dolor ensució su esencia, pero se disipó antes que pudiera apartar mi mano. Un momento después volvía a gemir, los brazos tendidos más allá de su cabeza, empujándose en la cabecera de la cama para impulsarse contra