—¡Atrás! ¡Ocúltense en el bosque!
La advertencia de Artos llegó justo a tiempo. Obedecimos aunque no entendiéramos por qué, y un instante después oímos el agudo silbido de medio centenar de flechas volando hacia nosotros. Alcanzamos a alejarnos del Launne, cobijándonos en la espesura. Varios proyectiles volaron por encima de nuestras cabezas, yendo a clavarse en la nieve, y varios más rasguñaron las ancas de algunos de los nuestros, aunque sin producir heridas.
Cuando tuvimos oportunidad de detenernos y mirar hacia atrás, descubrimos las siluetas ocultas tras los montículos de nieve que moteaban la orilla opuesta del río.
—¿Qué demonios? —gruñó Kian.
Artos y Milo ya llegaban desde el puesto de Owen con media docena de los nuestros.
—¿Están bien? —preguntó mi hermano ala