El mundo era un cuadro de vidrios rotos.
Cada rostro en la sala del consejo era una máscara congelada de asombro, sus aromas una tormenta caótica de incredulidad, miedo y el horroroso y creciente estremecimiento de una revolución desarrollándose en tiempo real. Y en el centro de todo estaba Vigo. La araña inquebrantable, el maestro manipulador, ahora era solo un hombre. Un hombre cuyo corazón se había detenido al ver a su hija.
Seraphina. Su única verdadera debilidad. De pie en el corazón de la guarida de su enemigo, su pequeña mano sostenida firmemente por la persona en esta manada que sabía más de secretos que él.
Podía sentir el temblor que lo recorría, una vibración de puro terror sin diluir que era tan potente que el aire sabía a metal. Era un rey al que acababan de presentar su propia cabeza cortada en una bandeja de plata.
“Sera…” respiró, el nombre un hilo ahogado y quebrado. No era la voz de un Beta, de un hombre poderoso y ambicioso. Era la voz de un padre. Un padre que mira