El mundo era una pintura congelada y silenciosa.
El cuerpo de Mira yacía desplomado sobre el suelo de madera pulida, una muñeca rota en una habitación llena de estatuas conmocionadas. El olor de su sangre era una nube cobriza, pero debajo de ella podía oler el tenue y afilado aroma de la daga de Vigo. El olor de su crimen perfecto y oculto.
Ronan estaba de pie sobre ella, su cuerpo rígido de confusión y de un horror que apenas empezaba a entender. Sabía que no lo había hecho. Tenía las manos levantadas, las palmas hacia afuera, un gesto de inocencia. Pero era el único que estaba cerca de ella.
El silencio se rompió con un solo y agudo jadeo.
Era Lyra.
La vieja Sanadora, que había estado de pie cerca de la puerta, se adelantó con una rapidez que desmentía su frágil figura. Se arrodilló junto al cuerpo de Mira, sus manos experimentadas moviéndose con una eficiencia suave y practicada.
La sala observaba, conteniendo la respiración colectiva.
Los dedos de Lyra palparon la herida en el abdo