Una lluvia de balas rompe el silencio al atravesar el cielo. La mansión Romanov, hasta hace minutos era un refugio seguro, se acaba de convertir en el blanco de la furia de Gabriel Maldonado. Las alarmas internas se activan al percibir el movimiento fuera del perímetro resguardado, las luces rojas parpadean en la sala de control y un grupo de hombres debidamente armados salen a contrarrestar el fuego. Las luces exteriores también se encienden alertando a Nicolay se pone de pie en una de las zonas seguras de la mansión, con el rostro endurecido por la furia.
—¿Ya se sabe cuántos hay afuera? —pregunta, sin levantar la voz.
—Tres francotiradores. Dos bajas confirmadas. Uno de los nuestros está herido —responde Samvel, con el auricular pegado al oído.
Nicolay aprieta los puños. Maldonado ha seguido el rastro. Lo presentía desde el momento en que el helicóptero aterrizó en el helipuerto. La mansión está bien resguardada, sí. Pero no es impenetrable y menos cuando se trata de Maldonado.
—Ac