La noche cae sobre Manhattan como una cortina de terciopelo. Pero Nicolay piensa que opacará esa perfección con la maldad que lo ha cubierto desde que heredó ese mundo. Su mundo. Las luces de la ciudad parpadean en la distancia, pero dentro de la mansión Romanov, todo está perfectamente calculado. Acompañado de esa sobriedad que le queda de ella… de Isvetta. La única mujer que ha amado. La mesa está servida. Candelabros encendidos. Música suave. Y en el centro, una sola silla vacía frente a un Nicolay que no reconoce ni siquiera.
Manos temblorosas. Frente perlada. Inseguridades.
¿Lo verá como un monstruo?
No pretende esconderse. Se presentará como en realidad es.
Espera. Casi con desespero. Su corazón late desaforado por la extraña sensación de estar engañando a Isvetta. La ama a pesar de su ausencia. La recuerda, la siente, aunque no esté. Ese recuerdo destruye su cordura. Mata sus ambiciones. Lo fragmenta.
“Ella tiene alma, eso puede ser bueno para ti.”
“Tal vez y solo tal vez, ella