Esta vez, Regina ni siquiera le preguntó; sirvió dos porciones generosas y se sentaron juntos a la mesa.
Gabriel la observó con el entrecejo ligeramente arrugado, una mirada que la cuestionaba sin palabras sobre el motivo de su nueva visita inesperada.
Ella actuó como si no percibiera la evidente falta de bienvenida. Con una cuchara que no había usado, tomó una albóndiga y la depositó en el plato de él. Con una sonrisa amable, dijo:
—Esta albóndiga es de cerdo con un poquito de calabaza. ¿La pruebas, a ver si te gusta?
Al encontrar la ilusión y el afán de complacer en los ojos de ella, recordó que, al mediodía, cuando ella le había ofrecido el agua con miel, lo había mirado de la misma forma, como un perrito que agita la cola con entusiasmo.
Él, en el fondo, rechazaba su cercanía; sin embargo, desde aquella llamada que le hizo desde el hotel, ella había irrumpido en su vida una y otra vez.
En realidad, no debió haberla llevado a su casa.
—Una mujer como tú no debería venir tan seguido