La mirada de Gabriel era amenazante.
—¿En serio crees que no te puedo hacer nada?
—No sabía que era tu mujer —dijo Eduardo con sarcasmo—. Pero ahora que lo sé, tranquilo, primo. No la vuelvo a tocar. Hasta yo tengo palabra. Una noche así no tiene precio. Diviértanse. Yo me largo.
Eduardo se marchó con aire prepotente.
Gabriel lo vio alejarse, con la cara contraída por el enojo.
Mónica, que había permanecido a un lado, lo miró y dijo en voz baja:
—No pensé que vendrías por mí.
Él le dirigió una breve mirada y empezó a caminar hacia la salida.
Ella tomó su bolso y lo siguió.
Era muy tarde y, al salir, los golpeó el aire fresco de la noche.
Mónica se detuvo detrás de él.
—Gabriel, voy a tomar un taxi por allá.
Él se detuvo y se volteó para mirarla.
—Gracias por lo de hace rato.
Ella se dispuso a irse.
—Yo te llevo.
Mónica se detuvo y, tras mirarlo un momento, asintió con suavidad.
Una vez que el carro se incorporó a la avenida, Mónica, sentada en el asiento del copiloto, no podía evitar m