Lyra estaba convencida de que ser Luna de la manada ya era suficiente desafío por sí mismo, pero añadir a un bebé de meses a la ecuación era casi un castigo divino. Jordan, con sus ojos grandes y oscuros como los de Ragnar, parecía empeñado en recordarle a su madre que no existía reunión lo bastante solemne como para que él no reclamara su protagonismo.
Esa mañana, Lyra lo acomodó en el fular contra su pecho y suspiró.
—Hoy vamos a ser inseparables, pequeño —murmuró, acariciando su cabecita de rizos oscuros—. Aunque no lo diga tu padre cree que no puedo con todo, y yo todavía no le voy a dar el gusto de tener razón.
Jordan, como respuesta, balbuceó y estiró una manita para atrapar un mechón de su cabello. Lyra sonrió con ternura y salió al pasillo rumbo a la primera de sus obligaciones del día.
—Verás, mi vida. Con el tiempo vas a ir a aprendiendo que tu madre siempre tiene la razón, osea yo —mencionó al bajar las escaleras —. Puedo cuidarte y al mismo tiempo cumplir con mis obligacio