—¿Está bien así, mi señor? —Tiro del vello que le cubre la base de la espinilla.
Da un respingo.
—¡Joder! —Se frota la espinilla—. Eso sobraba.
—No seas descarado —le contesto, cortante.
Le dejo los zapatos junto a los pies y me levanto.
Se los pone y se levanta; recoge la chaqueta, mete la corbata en el bolsillo y no deja de mirarme con el ceño fruncido.
—Eres un monstruo.
Le sonrío con dulzura. La arruga de la frente desaparece y sus labios se relajan.
—¿Listo?
Asiente, me toma de la mano, me saca de nuestra habitación y me conduce al bar. Me deja en el taburete de siempre y Tomás aparece en un santiamén.
—¡Señora White! —Su voz y su acento alegres me ponen siempre de buen humor.
Sonrío.
—Tomás, llámame Addison —lo regaño en broma—. ¿Cómo te va?
—¡Va! —Se echa el trapo al hombro y se acerca—. Muy bien, gracias. ¿Qué le apetece tomar?
—Dos botellas de agua —interviene Nick—. Sólo agua, Tomás.
Le dedico una mirada de crítica a mi marido, que se ha sentado en el taburete libre que habí