Me suelta y gira la silla para verme la cara. Se pone en cuclillas delante de mí y me toma las manos.
—Deja que te lleve a casa —pide. Su rostro suplicante me dice que sabe que me voy a negar.
—Paso.
—A veces eres imposible. —Me acaricia la mejilla—. El embarazo te está volviendo aún más desobediente.
Me obligo a sonreír.
—Me gusta ponerte en tu sitio.
—Lo que te gusta es volverme loco.
—Sí, eso también.
Suspira y me besa en la boca.
—Come algo, por favor. —Es un ruego, no una orden—. Te encontrarás mejor.
—Vale.
Estoy dispuesta a probar porque, aunque la sola idea de comer me da arcadas, no puedo encontrarme peor.
Mi obediencia lo sorprende.
—Buena chica.
Hace girar de nuevo la silla y me coloca frente a mi mesa. Me da la bolsa de papel marrón y, cuando la abro, el olor a beicon me provoca una arcada.
—No sé si podré.
Cierro la bolsa de golpe pero me la quita de las manos, saca el bagel y lo deja encima de una servilleta. Le doy un pellizco con cuidado y me lo llevo a la boca. Siento