Me toma las manos y se las lleva a la nuca, donde mis dedos se enredan en su pelo y tiran de él por instinto. Luego, sus grandes manos descienden por ambos lados de mi cuerpo, después por mi pecho, y se detienen en mi cintura. Me sujeta para que me esté quieta. Lo único que se oye son nuestras respiraciones agitadas, cargadas de anhelo y de deseo.
Me toma con fuerza y me levanta con un gemido profundo antes de dejarme descender sobre él. Cierro los ojos en la felicidad más absoluta y jadeo. Tengo que retirar las manos de su pelo para poder apoyarme en su pecho, firme y cálido. Me sorprende lo duros que tiene los pectorales, la perfección de sus músculos, que me gritan que los acaricie, que me suplican que sienta su belleza. Mis manos insaciables se pasean por todo su cuerpo y se detienen en sus pectorales cuando me levanta, me deja caer y me mueve las caderas en círculos, lenta y meticulosamente.
—No intentes decirme que no te gusta —gime—. No intentes decirme que no estamos