Escondo la cara en su pecho.
—Arranqué los cables.
—Ah —dice sin más, pero sé que se está aguantando la risa.
—¿A qué juegas obligando a un pobre pensionista a mantenerme encerrada? —Corro más rápido que Clive hasta con tacones.
Me acaricia el pelo.
—No quería que te fueras.
—Pues entonces tendrías que haberte quedado.
Le saco la camisa de los pantalones y deslizo las palmas por debajo. Necesito mi ración de calor corporal. Él me abraza con más fuerza y siento el latir de su corazón bajo las palmas de las manos. Es muy reconfortante.
—Estaba loco de furia. —Me besa en la sien y entierra la nariz en mi pelo. Meneo la cabeza. No me lo puedo creer.
—Señorita, no se atreva a ponerme esa cara —dice, muy serio.
Que le den.
—¿Qué tal la mano?
—Estaría mejor si no me diera por estamparla contra todo.
Me libero de su abrazo.
—Déjame ver.
Me siento en su regazo y me la muestra. La tomo con cuidado. No hace ningún gesto de dolor, pero lo miro de reojo para asegurarme de que no