Mi hermana Isabel, estresada como si le debieran tres quincenas y de pésimo humor, me soltó que en el apartamento de Antonio se había metido una supuesta hija de él, armó un zafarrancho épico y terminó echada como perro callejero en mercado. Para colmo, la muchacha ni siquiera era hija de Antonio. Yo ya le advertí a Isabel que había puesto la respectiva denuncia ante la policía por invasión de morada ajena, pero la culpa no era solo de la intrusa: el vigilante y todo el personal de turno se ganaron su despido por bobos y por medio dormidos. Al menos hubo algo de justicia poética.
Mientras tanto, Andrés, muy serio en apariencia pero con un demonio travieso en la cabeza, recordó que Victoria había dejado lavando las sábanas y, de paso, casi vació media bolsa de detergente en la lavadora como si estuviera haciendo una ofrenda a los dioses del aseo. El resultado: un desastre monumental.
Con la culpa pesándole apenas un poquito —porque Andrés tenía más alma de cómplice que de mártir—, deci