Mundo ficciónIniciar sesiónDurante las semanas que siguieron, el hospital se convirtió en su mundo entero.
Días y noches se confundían bajo la misma luz blanca, y el tiempo pasaba con la lentitud de una gota cayendo. Lucía apenas hablaba; se limitaba a mirar por la ventana, a veces intentando reconocer su rostro en el reflejo, otras, simplemente evitando pensar. Por las tardes, siempre a la misma hora, James aparecía. Traía algún libro y casi siempre una caja de chocolates. Chocolates negros, rellenos de licor. Lucía los odiaba. El amargor le revolvía el estómago y el aroma del alcohol oscuro le resultaba insoportable. Aun así, cada vez que él llegaba con una sonrisa y la caja envuelta en cinta dorada, ella fingía agradecimiento. —Tus favoritos —decía él, con ese tono suave y seguro. Ella los miraba y se preguntaba: ¿De verdad eran sus favoritos, o acaso antes le gustaban? ¿Podía un esposo no saber algo tan simple? “Esposo” todavía le parecía tan extraño pronunciar aquella simple palabra. Ese pensamiento la acompañó incluso cuando la dieron de alta. El hospital quedó atrás como un sueño blanquecino y lejano, y ella se sintió desnuda sin el pitido constante del monitor que le recordaba que aún estaba viva. El coche avanzaba en silencio, deslizándose por la avenida iluminada. A través de la ventanilla, las luces de la ciudad se estiraban como hilos dorados sobre la oscuridad, pero Lucía apenas las veía. Tenía la frente apoyada en el vidrio frío del Maserati negro, observando su reflejo distorsionado. Sus dedos se movían lentamente sobre el cristal empañado, dibujando líneas sin sentido, figuras que se deshacían en cuanto el coche giraba. A veces seguía con la yema del dedo el contorno de su propio reflejo, tratando de reconocerse, pero lo único que encontraba era una sombra borrosa con ojos cansados y labios pintados de un rosa que no sentía suyo. El interior olía a cuero nuevo y perfume caro; una mezcla elegante, opresiva. Lucía se sentía fuera de lugar, como si todo a su alrededor perteneciera a otra vida, a otra mujer. Entonces lo notó. En su mano izquierda, un anillo captó el brillo de las luces de la calle. Una joya hermosa, con un rubí profundo que ardía como una gota de fuego. Lo giró lentamente entre sus dedos, fascinada y asustada a la vez, hasta distinguir las iniciales grabadas en su interior: S. C. Lucía frunció el ceño. Smith Corbell. El apellido de él y el de ella. Apretó la mano hasta que el anillo le marcó la piel. A su lado, James conducía con la calma ensayada de quien está acostumbrado al control. El reflejo de las luces se deslizaba por su perfil perfecto; parecía tan seguro, tan distante. Lucía lo miró de reojo, sintiendo una punzada de inquietud. Aquella palabra —marido— todavía le sabía extraña en la boca. Y mientras el Maserati avanzaba hacia la noche, ella no pudo evitar pensar que tal vez había despertado en la vida de otra persona. Y entonces, algo se clavó en su mente: Durante todas esas semanas en el hospital, James la había visitado cada tarde, siempre puntual, siempre correcto… pero nunca la había abrazado. Ni un beso. Ni una mirada de ternura. Nada. Como si fueran dos extraños obligados a fingir una vida compartida. ¿No debería conocerme? pensó. ¿No debería saber cómo consolarme, cómo tocarme, cómo mirarme? ¿Y él era su esposo? Giró despacio el rostro para observarlo. Sus ojos —de un ámbar profundo, hermoso y frío— se cruzaron por un instante. El aire pareció detenerse. Pero antes de que Lucía pudiera sostenerle la mirada, él la apartó con naturalidad, como si nada hubiese pasado. Ella volvió la vista hacia su mano. El rubí brillaba bajo la luz del semáforo, y Lucía no supo si aquella joya simbolizaba amor o su propia prisión. Minutos después, el Maserati negro se detuvo frente a un edificio imponente, de líneas modernas y luces cálidas que se reflejaban en el mármol de la entrada. Lucía sintió un nudo en el estómago al bajar del coche… y algo le decía que allí nada sería como ella esperaba.






