capitulo 5 Sombras

—Ma bella, ten cuidado. —La voz era un susurro, cálido, lleno de ternura.

Unas manos acariciaban su rostro con una delicadeza que dolía.

—Pronto todo esto terminará.

Ella hundió el rostro en su pecho, como si pudiera detener el tiempo y quedarse a su lado para siempre.

—Tú y yo nos iremos muy lejos de todo esto.

Él levantó su cara con suavidad, rozó sus labios con los suyos en un beso breve, cargado de promesas.

—Es una promesa.

El eco de esas palabras se desvaneció entre el sonido de un motor y el estallido del viento.

El calor de aquel abrazo se transformó en frío. Muy frío.

Luego, silencio.

Y la oscuridad se abrió paso, tragándolo todo.

Todo giraba dentro de su cabeza como fragmentos de un rompecabezas que no lograba armar.

—¿Quién eres…? —susurró al aire, con la voz rota.

Luego, más bajo, temerosa—: ¿Quién soy yo?

El reloj marcaba las 3:17 a. m.

Lucía se levantó despacio, con el corazón todavía acelerado.

Caminó hacia el espejo del dormitorio y se observó: su rostro pálido, los ojos perdidos, el cabello enmarañado pegado a la frente por el sudor.

Había una tristeza en esa mirada que no reconocía.

Entonces lo vio.

Sobre la mesita de noche, junto al vaso de agua y un frasco de pastillas, descansaba la tarjeta blanca: Detective Elliott Evans.

El amanecer llegó sin permiso.

Lucía apenas había dormido; las imágenes de la noche anterior seguían ardiendo detrás de sus párpados: el rostro del hombre de la chaqueta, el beso…

El sonido de los recuerdos la perseguía como un eco lejano.

Se sentó en el borde de la cama y miró el armario abierto.

Ropa perfectamente doblada. Colores neutros: beige, gris, blanco.

Nada que hablara de ella, nada que evocara una emoción.

Solo prendas que parecían escogidas para alguien sin historia.

Como si la hubieran vestido de silencio.

Eligió un conjunto al azar —una blusa marfil y una falda gris perla— y se vistió sin mirarse al espejo.

El tejido era suave, caro, pero se sentía como una piel ajena.

—Esta soy yo —se dijo en voz baja, aunque no estaba segura de creerlo.

Abrió las cortinas.

La ciudad se extendía frente a ella: ordenada, distante, envuelta en un cielo gris.

El vidrio reflejó su rostro pálido, los ojos cansados y ese rubí en su dedo que seguía brillando como una advertencia.

Al bajar al comedor, encontró la mesa servida con una precisión casi obsesiva.

Tostadas, fruta cortada, café recién hecho.

James estaba allí, impecable como siempre, hojeando un periódico.

—Debo viajar unos días —dijo, guardando su reloj en el bolsillo de la chaqueta—. Asuntos de trabajo.

Lucía solo asintió. No preguntó a dónde iba ni cuándo volvería. Parte de ella se alegró de su partida. Otra, más cautelosa, se preguntó por qué sentía que lo vigilaban incluso en su ausencia.

Cuando la puerta se cerró tras él, el apartamento pareció respirar.

El silencio ya no pesaba; era una pausa. Una tregua.

Lucía se permitió un sorbo de aire libre antes de subir a vestirse para salir a ver a su padre.

Al bajar nuevamente, se encontró con Eva, la ama de llaves, esperándola junto al vestíbulo.

Su expresión, normalmente tranquila, parecía algo tensa.

—Señora Smith —dijo con una sonrisa medida—, el señor James me pidió que no saliera sola durante su ausencia.

—Puedo cuidarme —respondió Lucía con amabilidad forzada.

Eva bajó la mirada.

—Lo sé, señora. Pero tengo órdenes.

Lucía arqueó una ceja.

—¿Órdenes?

Fue entonces cuando lo vio.

De pie junto a la puerta principal, un hombre alto, de complexión firme, vestía camisa de lino clara y pantalones de lino a juego. Su porte era impecable, elegante, y combinaba con la sobriedad del lugar.

El cabello oscuro, la mandíbula definida y unos ojos grises que parecían analizarlo todo sin prisa.

No sonrió. Solo la observó.

Eva aclaró la garganta.

—Le presento a Ethan Hale. Es… su guardaespaldas.

Lucía parpadeó.

—¿Mi qué?

Ethan dio un paso al frente y extendió la mano con naturalidad.

—Encantado, señora Smith. Solo estaré cerca por precaución.

Su voz era grave, tranquila, y tenía ese tipo de tono que inspiraba confianza… o peligro.

Lucía lo observó un instante antes de estrecharle la mano. La suya era cálida, firme.

—No necesito un guardaespaldas —dijo, sin apartar la mirada.

Él sonrió apenas, como si ya hubiera previsto esa respuesta.

—Casi nadie lo necesita hasta que lo necesita.

El intercambio duró apenas unos segundos, pero bastó para que algo en Lucía se revolviera.

Había una calma calculada en él, una energía que no encajaba con el papel de simple escolta.

—El señor James insistió —intervino Eva, tratando de aliviar la tensión—. El señor Hale estará disponible mientras dure su viaje.

Lucía respiró hondo.

—Muy bien —cedió al fin—. Pero no quiero que me siga a todas partes.

—Solo hasta donde sea necesario —respondió Ethan con una media sonrisa que no alcanzó sus ojos.

Lucía tomó su bolso y se dirigió hacia el ascensor.

Podía sentir la presencia del hombre tras ella, silenciosa pero sólida, como una sombra.

Mientras descendían, el reflejo de ambos se duplicó en las paredes metálicas: ella, frágil e incierta; él, sereno, casi inamovible.

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