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capítulo 2 :Revelaciones

El médico revisaba los resultados en silencio mientras el padre de Lucía lo observaba, demacrado por la angustia.

—Doctor... ¿ella estará bien? —preguntó David Corbell, con voz temblorosa.

El hombre de bata blanca guardó silencio un momento antes de responder.

—Aún es pronto para saberlo —dijo con calma—. Pero no se preocupe. Su hija es joven y su cuerpo tiene fuerza para recuperarse.

David asintió débilmente, sin apartar la vista del rostro pálido de Lucía.

El médico bajó la mirada hacia la radiografía que sostenía.

—Sin embargo... —añadió con cautela—. Es posible que su hija no recuerde quién es.

El silencio de la habitación se hacía pesado. Solo el suave pitido del monitor rompía la quietud, marcando el ritmo de un corazón que seguía luchando por aferrarse a la vida.

David se mantenía de pie junto a la cama, los ojos fijos en el rostro de su hija. Parecía tan frágil, tan lejana, envuelta en aquel laberinto de tubos y máquinas.

—¿Cuándo se recuperará, doctor? —preguntó finalmente, cargado de tensión.

El médico lo observó con seriedad antes de responder.

—Es difícil saberlo, señor Corbell. Ha sufrido un traumatismo craneal severo. Si despierta, podría presentar lagunas de memoria… o incluso amnesia total.

David desvió la mirada hacia el suelo. Sus dedos se cerraron lentamente sobre el respaldo de la silla.

—¿Y si... no recordara nada? —susurró.

El médico frunció el ceño.

—¿A qué se refiere?

David se giró despacio, con expresión impenetrable.

—Quiero que permanezca así. Que olvide todo. —Hizo una pausa—. No debe saber lo que ocurrió esa noche, ni quién era antes.

El médico lo miró desconcertado.

—Señor Corbell, eso no es ético. Si recupera la memoria, necesitará apoyo, terapia, claridad...

David extrajo un cheque del abrigo y lo colocó sobre la mesa.

—Diez veces su sueldo anual. Nadie más necesita saberlo.

El doctor lo miró incrédulo.

—¿Está intentando sobornarme?

—Estoy intentando proteger a mi hija —replicó David—. Usted no sabe de lo que fue capaz antes del accidente.

El silencio se extendió, tenso, como un hilo a punto de romperse.

Finalmente, el médico suspiró.

—Haré los arreglos necesarios. Pero esto no debe salir de esta habitación.

David se inclinó sobre su hija y apartó un mechón de su rostro. Sus labios rozaron su frente con un gesto casi paternal, casi tierno.

—Te daré la vida que siempre mereciste, mi pequeña —susurró—. Nadie volverá a hacerte daño.

Afuerita, la lluvia golpeaba los cristales con fuerza. Dentro, el monitor seguía marcando su pulso, constante y frágil.

Lucía abrió los ojos lentamente. La habitación estaba bañada por luz tenue y el aire perfumado de rosas rojas —sus flores favoritas— llenaba un rincón. Se incorporó apenas, el corazón latiendo con fuerza, mientras una enfermera de mirada dulce entraba sin hacer ruido.

—Buenos días, Lucía —dijo suavemente—. Tu padre saldrá en un momento, tiene una junta.

Lucía intentó hablar, pero su voz resultó ronca y apenas un susurro. La enfermera le tomó la mano con ternura.

—Ahora llamaré al doctor para hacerte un par de preguntas, ¿te parece bien?

Lucía asintió con lentitud, aún aturdida.

Poco después, entró el médico. Se acercó a la cama y revisó sus pupilas con cuidado.

—¿Cómo te sientes? —preguntó, con voz calmada—. Voy a mirar tus ojos… Muy bien.

Lucía pestañeó, notando el dolor punzante en su cabeza.

—¿Por qué estoy… aquí en el hospital? —susurró.

—¿Sabrías decirme qué día es hoy? —inquirió el doctor.

Lucía frunció el ceño, su mente vacía.

—No… no lo sé —confesó, mirando al techo.

—Está bien. No te preocupes —dijo él—. Vamos a tomarnos el tiempo que necesites.

En ese instante, la puerta se abrió y apareció su padre, David Corbell. Se acercó con paso decidido y tomó su mano entre las suyas. Lucía lo miró, confusa, aferrándose a su mano como a un salvavidas.

—Mi pequeña —susurró, cargado de emoción—. Tranquila, estás a salvo.

Ella apretó su mano, y él la sostuvo firme.

—¿Dónde… dónde estoy? —murmuró Lucía—. He perdido la memoria… Me llamo… me llamo

—Lucía Smith Corbell —respondió su padre con firmeza.

Ella cerró los ojos, con esperanza de que ese nombre evocara algo… pero no fue así.

—Lucía Smith —repitió—. No… no me suena.

El padre contuvo un suspiro.

—Sí, hija. Eres tú.

El doctor se aclaró la garganta, y apareció su supuesto esposo, James Smith. Elegante, atractivo, impecable, llenó la habitación con una sonrisa medida. Lucía lo miró, sin comprender. Él tomó su otra mano, pero no hubo emoción en ella: reconocimiento físico, quizá, pero no sentimiento.

—Hola, cariño —dijo James con voz distante—. Me alegra que estés despierta… Te he echado de menos.

Lucía se tensó y apartó apenas su mano, sin soltar la de su padre.

—No… esto no puede ser —murmuró—. No eres mi esposo. No te conozco.

James la miró fingiendo sorpresa.

—¿Cómo te sientes? —preguntó—. Soy James, tu marido.

Lucía negó con la cabeza.

—Imposible. No… no recuerdo nada de ti.

El doctor intervino, profesional pero cálido.

—Lucía, por favor… debes calmarte. Has pasado por mucho. —Se giró hacia David—. Señor Corbell, sería mejor que su hija descanse.

David asintió y le dio un beso fugaz en la frente.

—Volveré mañana para hablar con calma, mi pequeña. Descansa.

Con los ojos perdidos, buscó al médico:

—Por favor, ayúdeme. Ese hombre no puede ser mi esposo.

—Un abismo de culpa brilló en el médico —lo siento —dijo—. No puedo hacer nada, usted no está en peligro.

—Usted es Lucía Smith Corbell.

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