Mundo ficciónIniciar sesiónEl portero se apresuró a abrir la puerta, inclinándose con una cortesía medida.
Lucía observó el lugar desde la ventanilla: una fachada de cristal y acero, balcones con jardineras impecables, el tipo de sitio que parecía demasiado perfecto para ser real. —Bienvenida a casa —dijo James, rompiendo el silencio por primera vez en todo el trayecto. Giró el rostro hacia ella, esbozando una sonrisa leve. —¿Estás bien? Lucía lo miró, algo sorprendida por la pregunta. Era la primera vez que la hacía en semanas. —Sí… solo me siento cansada —respondió, intentando sonar segura. Pero la forma en que él la observó, con esa mirada escrutadora y tranquila, le hizo saber que no le creía. Aun así, no dijo nada. Se limitó a asentir con una sonrisa cortés. —Podrás descansar cuando te muestre tu habitación —dijo con voz suave. ¿“Tu habitación”? La palabra le rozó la mente como una brisa helada. ¿No dormían juntos? ¿No eran marido y mujer? Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Lucía desvió la mirada hacia el edificio que se alzaba frente a ellos, imponente y silencioso. Apretó el bolso contra su pecho, insegura, mientras el portero sostenía la puerta del coche. Bajó despacio, con movimientos medidos, casi precavida del hombre que tenía al lado. El aire nocturno la envolvió con su frescor, y por un instante, el ruido de la ciudad pareció quedar muy lejos. El vestíbulo era amplio, silencioso, con el brillo del mármol extendiéndose como un espejo bajo sus pies. Las lámparas doradas proyectaban una luz suave sobre las paredes y el aire olía a flores frescas y limpieza impecable. Un portero de rostro serio se adelantó al verlos entrar. —Buenas noches, señor Smith —su mirada se deslizó hacia Lucía—. Señora. Ella se quedó quieta un instante, sin saber cómo reaccionar. Asintió apenas, imitando la cortesía que veía en James. —Buenas noches —respondió, su voz algo trémula. El hombre inclinó la cabeza y abrió las puertas del ascensor con un movimiento fluido. El silencio dentro del ascensor era tan espeso que podía oír su propia respiración. James mantenía las manos en los bolsillos del abrigo, la mirada fija en el panel de números que ascendían lentamente. Lucía intentó no observarlo, pero la cercanía lo hacía inevitable. Podía sentir su perfume —elegante, contenido— mezclado con el leve aroma metálico del ascensor. Cada segundo se estiraba como un hilo tenso. Cuando las puertas se abrieron en la planta superior, los recibió un pasillo alfombrado, silencioso, iluminado por luces suaves que parecían flotar en la penumbra. Una mujer de mediana edad, vestida con uniforme gris perla, se acercó con una sonrisa amable. —Señor Smith, bienvenida de nuevo —dijo, con tono respetuoso—. Nos alegra verla, señora. Lucía parpadeó, desconcertada. —¿Yo...? —balbuceó—. Gracias… Su voz sonó extraña incluso para ella. La mujer la miró con cierta curiosidad, sin comprender del todo su confusión, y enseguida volvió la atención a James. —Todo está preparado, señor. Tal como lo pidió. James asintió con una cortesía casi automática. —Perfecto. Lucía se quedó observando la escena, la forma en que todos parecían saber exactamente quién era ella, cómo hablarle, cómo moverse a su alrededor. Y, sin embargo, ella no conocía a ninguno de ellos. Sintió una punzada de angustia mientras seguía a James por el pasillo. —Eva, por favor, muéstrele a mi esposa nuestra habitación para que pueda ducharse y descansar —dijo James con voz directa, sin mirarla—. En el armario encontrarás ropa apropiada para usar. Su tono era cortés, pero distante, casi administrativo. Lucía levantó la vista hacia él. “Nuestra habitación”… La palabra sonó extraña, hueca. La voz suave de la mujer interrumpió sus pensamientos: —Por aquí, señora —dijo Eva, haciendo un gesto para que la siguiera. Lucía obedeció, sintiendo el peso de la mirada de James en su espalda. El vestidor contiguo estaba perfectamente ordenado. La ropa organizada por colores, los perfumes y maquillaje impecables. Todo parecía preparado para una mujer distinta a ella. —Aquí tiene, señora —dijo Eva, mostrándole el vestidor—. Lucía asintió distraída. El lujo del lugar le parecía vacío, impersonal, sin rastro de vida propia. De pronto, un murmullo más fuerte desde el vestíbulo la hizo detenerse: James estaba discutiendo con dos policías. —Por favor, retírense. Mi abogado ya expuso el caso. Mi esposa no recuerda nada, ha perdido la memoria —dijo James con firmeza. Lucía se quedó helada. Su propio nombre era mencionado como si hablara de otra persona. Sin pensarlo, se adelantó, ignorando la orden de James. Los agentes la miraron, evaluándola, y le hicieron algunas preguntas: —¿Recuerda algo de lo sucedido? Sus respuestas eran vagas, fragmentarias, confirmando lo que él había dicho: no recordaba nada. —Señora Smith —la llamó uno de ellos, con respeto formal. Antes de irse, el agente más alto, de rostro serio y firme, se acercó a ella. —Tome esto —dijo, entregándole una tarjeta—. Nombre: Elliott Evans, número de contacto. Lucía la sostuvo sin comprender. ¿Quién era Elliott? Cuando los agentes se marcharon, James se volvió hacia ella, con el ceño fruncido: —Si te doy una orden, debes cumplirla. Como siempre lo haces. Lucía sintió un impulso de reír. —En realidad, no soy una prisionera —dijo, con calma sorprendente incluso para ella. James la miró penetrante, evaluando su insolencia mientras ella pensaba: ¿Qué tiene de malo hablar con la policía o recibir esta tarjeta? Lucía sostuvo la tarjeta, su mente llena de preguntas… y James, a su lado, parecía más un guardián que un esposo.






