Mi decisión estaba tomada y la orden de ejecución era inminente, pero la lógica, esa vieja amiga traicionera, me exigía una última variable: la certeza absoluta. Necesitaba mirar a Massimo a los ojos por última vez y confirmar que no merecía redención alguna. Necesitaba darle una última y patética oportunidad de ser humano para justificar por completo su aniquilación.
Dejé el hospital sin despedirme de Avery. El aroma a antiséptico y el silencio artificial de la UCI me asfixiaban. La urgencia de mi plan era ahora la única medida de mi existencia. En lugar de ejecutar la orden desde mi teléfono, conduje hasta la prisión de máxima seguridad; una mole de cemento gris que apestaba a desesperación y castigos físicos. Mis contactos se aseguraron de que la visita se realizara de inmediato, saltando todos los protocolos.
Me senté frente a él. Massimo Conti estaba detrás de un cristal grueso, con un uniforme naranja sucio y el rostro magullado por la paliza que le había dado la policía al arre