Salí de la sala de conferencias con un zumbido sordo y persistente en los oídos. No era el eco de voces, sino el murmullo de mi propia conciencia dividida. La luz blanca y estéril del pasillo del hospital me parecía asquerosa, como una hipocresía visual que no coincidía con la oscuridad de la decisión que acababa de enfrentar.
Había ganado mi batalla legal, sí, pero el precio había sido la muerte del padre de Daisy, un hombre que fue una víctima más de Massimo y su ambición de poder, y ahora la vida de mi prometida pendía de un hilo tan fino como la gasa en mi costado. La moralidad incisiva de Avery contra la necesidad brutal de Darak, y entre esos dos extremos estaba yo, el matemático, atrapado en una ecuación sin solución lógica, forzado a elegir un axioma insostenible.
Mi cuerpo dolía. La herida de bala se había reabierto ligeramente durante el pánico de la hemorragia de Daisy, pero el dolor, esa punzada constante bajo mi costilla, era un recordatorio útil y necesario que me manten