Extra | 70

La sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital General Metropolitano era asfixiante. Las paredes de color verde pálido, descoloridas por años de luz artificial, eran opresivas. Las luces fluorescentes en el techo zumbaban con un ruido constante y de baja frecuencia, como un pitido que perforaba el silencio. Y el olor, el penetrante y frío olor a desinfectante industrial y a muerte encubierta, se aferraba a mi traje como un virus.

Yo estaba sentado en un sillón de vinilo duro y frío. Mi espalda estaba tensa, curvada hacia adelante, ignorando el dolor punzante en mi costado. El cirujano de la clínica privada, que me había cosido superficialmente la herida antes del traslado, había sido claro: "Si se mueve, la herida se abre. Necesita una intervención real en cuanto estabilice a su prometida".

Ahora, la sangre empapaba la venda rudimentaria, y un calor incómodo me recordaba mi propia fragilidad. La herida se habría abierto cuando la cargué, y lo hubiera hecho cien vec
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