El olor a papel envejecido y conocimiento estancado impregnaba el aire de la vieja Biblioteca Universitaria. Era un refugio sobrio, lleno de mesas de madera oscura y estanterías altísimas que se perdían en la penumbra. Escogí un rincón apartado, flanqueado por gruesas columnas y la estatua silenciosa de Platón, observándonos con juicio pétreo. No sabía qué estaba haciendo allí, rindiéndome a la persona que debía odiar con toda mi alma, pero allí estaba, puntual, perfecta y con el corazón enloquecido por él.
Llegué con diez minutos de antelación, usando mi puntualidad como una armadura. Me senté y extendí mis notas sobre la mesa. Mi traje azul de Milán se sentía rígido y protector, y esperé en silencio viendo como los universitarios entraban y salían. Respiré profundo, me miré al espejo varias veces e incluso retoqué mi labial permanente como si una parte de mí supiera lo inevitable.
A las doce en punto, él apareció.
Dalton vestía un jersey de cachemira oscuro sobre una camisa blanca,