El beso no fue un final; fue una explosión, una supernova. Un instante nos encontró gritándonos el odio más profundo, el siguiente, nuestros cuerpos se fundían contra la estantería de historia antigua. El peso de Dalton contra mí era un ancla que me impedía flotar de nuevo hacia la lógica de Massimo y sus labios eran ese torrente de adrenalina que nos mantuvo levitando.
Sus labios abandonaron mi boca solo para moverse a mi mandíbula y a mi cuello. Cada caricia era una reafirmación territorial y un reclamo violento y desesperado. Estábamos en público, con algunas personas rodeándonos. Podían fotografiarnos y enviarlo a la prensa, pero solo por ese instante no me importó.
—No me dejes —susurró Dalton, y su voz era grave, ronca, y resonó en el silencio sepulcral de la biblioteca.
—Tú me dejaste —respondí y mi respiración era superficial, mi voz era apenas un jadeo. Mi mano se enredó en su cabello indomable, obligándolo a mirarme. Sus ojos, nublados por el deseo, eran la única verdad que