Extra | 25

La semana en el hospital fue un infierno de dolor y control, pero me obligué a sonreír y a ser la paciente perfecta. Mi única esperanza era el teléfono de la enfermera a quien le hablé de mi amor hasta que sus ojos se empañaron de recuerdos. Ella solapó el que yo llamara a Dalton, pero el resultado fue un silencio sepulcral.

Llamé una vez, dos veces, tres veces. Solo el buzón de voz. Le dejé mi mensaje, una promesa desesperada, esperando que fuera el salvavidas, pero Dalton jamás respondió y tampoco vino a verme.

Mi padre se había asegurado de que el control fuera absoluto.

Esa semana me dio tiempo para pensar en mi siguiente escape. El dolor en la pierna, vendada y sujeta por una placa de metal, era un constante recordatorio de lo que había arriesgado. Moverla era una agonía lenta, y ahora dependía de un par de muletas. «No me importa el dolor» me decía «si lo tengo a él».

Cuando me dieron el alta, ese jueves por la mañana, la determinación superó el dolor. Fui la hija perfecta todos
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