Estaban a una esquina de la puerta que daba a la ceremonia, e Iris sentía como si su corazón fuera a salirse en cualquier momento. Las emociones en su cuerpo estaban completamente fuera de control, sobre todo porque Hugo no apartaba su mano de su espalda. Aunque en otra ocasión aquello le habría gustado, en ese momento solo la ponía más nerviosa.
Se preguntaba si él se sentía de la misma manera, ya que parecía tan natural. Y sabía que aquello sería algo insignificante, dado que no tenían una relación verdadera. Había disfrutado escucharlo decir que estaba tentado de verla toda la noche, pero sabía que solo era un elogio. No quería engañarse en su propia mentira y creer que aquello era real. Sin embargo, era evidente que ambos estaban tentados constantemente a cruzar una línea que ni siquiera habían trazado.
Faltando pocos pasos para llegar a la puerta, Iris entró en pánico y empezó a hiperventilar. Sentía cómo el aire se escapaba de sus pulmones y, mientras intentaba respirar despacio para que Hugo no se diera cuenta de que estaba a punto de tener un ataque de pánico. Miró a su alrededor, tratando de encontrar una escapatoria, y vio la puerta del conserje abierta.
Instintivamente, tomó la mano de Hugo y lo guió hasta allí. Ambos entraron, e Iris cerró la puerta tras ellos.
—Iris, ¿estás bien? —preguntó Hugo, preocupado.
Iris intentó contestar, pero solo salían balbuceos incomprensibles. Las palabras parecían mezclarse en su boca al mismo tiempo que intentaba hablar. Al verla tan afectada, Hugo entendió la situación y tomó sus manos con suavidad. No apartaba sus ojos de ella, transmitiéndole calma.
—Mírame, Iris. Tienes que respirar. Puedes hacerlo, solo sígueme.
Hugo la guió, marcando el ritmo: inhalar, exhalar. Estuvieron así varios minutos hasta que poco a poco ella empezó a calmarse. Cuando finalmente pudo hablar, su voz sonó aún temblorosa.
—¿Por qué lo haces? Sabes que no tienes por qué mentir, ¿verdad? —dijo Iris, con la voz cargada de duda.
—No tengo por qué, en eso tienes razón —respondió Hugo con calma—. Pero tampoco quiero meterte en problemas. Si todo esto te quita un peso de encima, no veo razón para no hacerlo.
La serenidad de Hugo la tranquilizó. Iris lo miró agradecida por seguirle el juego. Luego examinó la situación: estaban encerrados en el cuarto del conserje, sin ventanas. De pronto recordó que Hugo no podía estar en lugares cerrados por mucho tiempo. Era extraño que no estuviera ansioso.
—Debemos salir de aquí. No puedes estar mucho tiempo en este lugar.
—Tranquila, puedo sobrevivir unos minutos encerrado contigo.
Escuchar aquellas palabras le arrancó una sonrisa inmediata. Hugo siempre sabía qué decir en el momento adecuado. Pero, aunque quería quedarse en esa burbuja con él, sabían que debían regresar a la ceremonia antes de que fuera demasiado tarde.
Iris, obligándose a romper el momento, soltó su mano y dio un paso hacia la puerta.
—Debemos regresar si no quiero perderme mi ceremonia…
—Por supuesto —respondió Hugo, siguiéndola hacia la salida.
Iris, ahora más calmada, apoyó su brazo sobre la puerta que daba a la ceremonia. Antes de abrirla, miró a Hugo una vez más. Él asintió, ofreciéndole el último empujón de ánimo que necesitaba para regresar al lugar. Sin embargo, Iris no estaba nerviosa por la ceremonia en sí, sino por sus padres... y por cómo todos conocerían a Hugo. La situación entera la hacía sentir incómoda porque odiaba mentirles a las personas que más quería.
Al abrir las puertas, el sonido de los aplausos les dio la bienvenida. Habían llamado a uno de sus compañeros, y la sala estaba llena de vítores. Iris caminó hacia Theo, quien le devolvió su toga y birrete.
Hugo, aún detrás de ella, esperó mientras Iris lo adelantaba para cederle el paso hacia el asiento junto a sus amigas. Aunque la preocupaba la idea de dejarlo solo con sus amigas, sin saber qué clase de preguntas podrían hacerle.
—Estaré a unos centímetros delante, no dudes en hacerme saber si quieres que regrese —le dijo, asegurándose de que solo él pudiera escucharla.
Hugo la miró con calma.
—Tranquila, puedo manejarlo.
Iris asintió y, mirando a sus amigas, les hizo una señal sutil para dejar claro que mantendría los ojos puestos en ellas. Mientras volvía a su asiento, entregó su móvil a Max, quien alternaba miradas entre Hugo e Iris con una sonrisa traviesa. Esa era otra conversación que sabía que tendría que tener más adelante, pero decidió olvidarse de todo por unos minutos.
Toda su atención se centró en el frente; no se atrevía a mirar hacia atrás. Sus padres, quienes aún no la habían visto, conversaban entre ellos. Su madre, con la mirada inquieta, observaba todo el lugar, claramente buscándola. Pero, debido a la multitud, no lograba encontrarla.
Cuando finalmente sintió que los nervios la habían abandonado, Iris escuchó su nombre. Era su momento de recoger su título.
Se levantó y, mientras caminaba hacia el escenario, el sonido de los aplausos se sentía como un eco lejano. El tambor de su corazón resonaba en sus oídos; los nervios que había dejado atrás minutos antes regresaron sin previo aviso. Lo había logrado, pensó, y la felicidad que la embargaba era abrumadora. Un hormigueo recorrió sus manos, y solo se detuvo al llegar frente al rector, quien sostenía su título.
—Muchas felicidades, Licenciada Lambert —dijo el rector, estrechándole la mano mientras le entregaba el título.
—Gracias —respondió Iris con una sonrisa que luchaba por contener las lágrimas.
El rector se giró para tomar la medalla que se le otorgaba por graduarse Magna cum laude. Iris se inclinó ligeramente para que pudiera colocársela. Las emociones la desbordaban mientras escuchaba a sus compañeros gritar su nombre con entusiasmo.
Y entonces lo vio. Hugo estaba de pie entre la multitud, aplaudiendo con el resto de las personas, pero con una diferencia: sus ojos brillaban de orgullo. Le guiñó un ojo, acompañado de una sonrisa que parecía decirle todo sin necesidad de palabras. En ese momento, mientras lo miraba, Iris sintió algo que no había permitido antes: que el mundo era suyo, y que, tal vez, solo tal vez, no tendría que enfrentarlo sola.
A lo lejos, su madre la miraba con lágrimas de orgullo, secándoselas con un pañuelo. A su lado, su padre observaba en silencio, pero con una sonrisa de satisfacción que hablaba más que cualquier palabra.
Después de saludar a todos sus maestros, quienes la abrazaban y estrechaban su mano con calidez, Iris caminó de regreso a su asiento, esperando a que la ceremonia concluyera. Lo había logrado, pensó una vez más. Sin embargo, sabía que ese era solo el comienzo; el verdadero desafío estaba por venir. Aunque el camino hacia sus metas sería largo y lleno de esfuerzo, estaba dispuesta a recorrerlo, segura de que cada sacrificio valdría la pena, incluso si tomaba años.
Después de que algunos de sus compañeros recibieran sus títulos, llegó el turno de Max. Iris se levantó emocionada, aplaudiendo con entusiasmo por su amigo, quien había alcanzado los máximos honores. La madre de Max no pudo contenerse y, cuando él finalizó su discurso, corrió hacia él para abrazarlo frente a todos.
Iris lo miraba con orgullo, conmovida por la escena. Cuando todos los graduados recibieron sus títulos, la ceremonia llegó a su fin, y la euforia se apoderó del lugar. Entre risas y gritos de alegría, los birretes volaron al aire como símbolo de su libertad recién obtenida.
Max no tardó en correr hacia Iris. La envolvió en un abrazo y la levantó del suelo, girándola con entusiasmo.
—¡Felicidades, Lulu! ¡Ya somos libres! —exclamó Max, irradiando felicidad mientras la bajaba con cuidado.
A diferencia de Iris, Max veía su título como un paso más en su camino, pero no el destino final. Graduarse de la universidad era un logro que quería dedicar a su abuelo, un sueño que había cumplido por él. Su verdadera felicidad estaba más allá de trabajar entre cuatro paredes. Ahora, finalmente, podría perseguir lo que realmente deseaba.
Iris lo sabía, y verlo compartir esa emoción con ella le llenaba el corazón. Aunque Max no había disfrutado tanto la universidad como esperaba, el brillo en sus ojos al hablar de sus planes futuros era suficiente para contagiar su entusiasmo. Ambos estaban listos para comenzar nuevas etapas, siguiendo caminos distintos pero llenos de esperanza.
—Prométeme que tendré un pase en primera fila —le dijo Iris, sujetándole el brazo con una sonrisa.
Max, quien soñaba con ser piloto de Fórmula 1, sabía que el camino no sería fácil, pero ahora que había cumplido el sueño de su abuelo, estaba decidido a perseguir el suyo.
—Ya se lo prometí a Hugo, pero algo me dice que no tendrán problema en estar uno al lado del otro —respondió Max, arqueando las cejas con picardía.
—Supongo que estaría bien compartir asiento —dijo Iris, restándole importancia al comentario, aunque un leve rubor traicionaba su aparente calma.
—¿Y cómo va la convivencia? —preguntó Max, cambiando de tema con una sonrisa curiosa.
Antes de que Iris pudiera responder, vio a sus padres acercarse. Apenas tuvo tiempo de procesarlo cuando su madre la envolvió en un abrazo eufórico.
—¡Oh, mi Iris! ¡Felicidades! Sabíamos que lo lograrías. No sabes lo feliz que nos haces —dijo su madre con la voz cargada de emoción, apretándola con fuerza como si no quisiera soltarla nunca.
Su padre, más reservado, pero igual de orgulloso, se colocó a su lado con una sonrisa cálida.
—Déjala respirar, mujer —la sermoneó su padre antes de abrazar a Iris con calidez—. Felicidades, mi niña.
—Gracias papá —dijo ella, mirándolos a ambos con ternura.
—¿Y este apuesto caballero? ¿Eres Hugo? —preguntó su madre, dirigiéndose a Max con evidente curiosidad.
Iris sintió cómo todo el color abandonaba su rostro. Miró a Max, quien la observaba divertido, claramente disfrutando del incómodo momento. Iris, por otro lado, rogaba que la tierra la tragara de inmediato. Pero no había escapatoria: debía afrontar la situación. Lo peor era que su madre no había prestado atención durante la ceremonia, ni siquiera cuando habían llamado a Max, lo que hacía todo aún más vergonzoso.
—No, mamá, no es Hugo. Es mi amigo Maxwell. Te he hablado de él… ¿recuerdas? —dijo Iris, esforzándose por sonar natural.
—¿Maxwell…? Oh, claro, ese Maxwell —respondió su madre, aunque estaba claro que no lo recordaba, pero decidió seguirle la corriente.
—Mucho gusto, señora Lambert —dijo Max, acercándose para darle dos besos en las mejillas con su característico encanto.
—Eres un encanto —comentó la madre de Iris, claramente encantada con él—. De no ser porque ya he hablado con mi yerno Hugo, estaría feliz de que fueras tú —añadió, guiñándole un ojo con complicidad.
—¡Mamá! —gritó Iris, incapaz de contenerse, mientras Max contenía la risa.
Max la miró levantando una ceja, claramente desconcertado por el comentario de la madre de Iris sobre Hugo como su "yerno". Sin embargo, su confusión duró apenas un segundo ante de que una sonrisa traviesa se dibujara en su rostro. Estaba disfrutando cada segundo de aquel incómodo momento, y eso era evidente. Iris lo conocía demasiado bien y podía imaginar las ideas que empezaban a revolotear en su cabeza. Odiaba admitirlo, pero esta vez Max tendría material para molestarla durante semanas.
—Lo siento, lo siento —intervino su madre, aunque no parecía para nada arrepentida—. En todo caso, tenemos otra hija, aunque aún es muy pequeña. Dime, Maxwell, ¿qué edad tienes?
Iris puso los ojos en blanco, mientras Max contenía la risa ante la pregunta inesperada.
—¡María, por Dios! ¿Puedes dejar de ser una celestina por un momento? —interrumpió el padre de Iris, claramente exasperado.
—¿Es que no puede una madre querer lo mejor para sus hijas? —respondió su madre, llevándose una mano al pecho y fingiendo estar ofendida.
Iris suspiró, avergonzada, y se giró hacia Max.
—Disculpa a mi madre, Max —dijo en un tono cansado.
—¿Entonces podría ser tu cuñado? —comentó Max con una sonrisa pícara.
—¡Max! —le dijo Iris dándole un golpe juguetón en el brazo.
Mientras sus padres discutían sobre los planes de su madre para "casarlas a cada segundo", Iris observó a sus amigas acercándose. En medio del bullicio, ahí estaba él. Su imponente altura destacaba entre la multitud, su postura firme, y aunque su rostro parecía serio, cuando sus ojos se cruzaron con los de ella, le regaló una sonrisa amable, casi como si el resto del mundo desapareciera por un segundo.
—Iris, ya me tengo que ir. Voy a saludar a mis padres, nos vemos en la fiesta —dijo Max, comenzando a alejarse en busca de sus padres.
Justo cuando Max se perdía entre la multitud, Iris sintió su presencia detrás de ella. Pero en lugar de cualquier otra cosa, fueron los gritos y risas de sus amigas lo que la envolvieron. Theo y Lila la rodearon con abrazos, la alegría de sus amigas envolviéndola en un largo y cálido abrazo.
—Chicas, necesito respirar —les recordó Iris entre risas nerviosas.
—Lo siento, es solo que no podemos contenernos. ¡Lo lograste! —exclamó Lila con entusiasmo.
—Bienvenida al clan, licenciada Lambert —dijo Theo con una sonrisa traviesa.
—Theo… —replicó Lila.
Theo volteó y, al hacerlo, sus ojos encontraron a Hugo, quien estaba de pie con las manos en los bolsillos, esperando pacientemente que le cedieran espacio para acercarse a Iris. Theo, entendiendo el mensaje, se apartó, dejándole el camino libre. Hugo dio un paso adelante, y se detuvo frente a Iris. Con una expresión suave, tomó su mentón con delicadeza. Antes de que Iris pudiera procesarlo, sin previo aviso, sus labios se posaron lentamente sobre los de ella.
Instintivamente, Iris cerró los ojos, sintiendo el calor de los labios de Hugo, tan suaves, pero con una intensidad que la dejó sin aliento. Si la idea era fingir que eran pareja, estaba segura de que ese beso iba más allá de cualquier actuación. Hugo se separó lentamente, dejando a Iris con la sensación cálida de su contacto. La necesidad de querer más creciendo en ella, pero Hugo ya se había retirado, dejándola suspendida en ese instante breve, pero profundamente significativo.
El momento que compartieron se sintió como si el mundo a su alrededor hubiera desaparecido. Iris aún sentía la suavidad de sus labios y la delicadeza de su toque en su piel. Por un instante, todo lo demás se desvaneció, y la única realidad era él, tan cercano y tan real. Pero pronto, el peso de la situación la alcanzó con fuerza.
—Felicidades licenciada Lambert —dijo Hugo, con una dulzura que hizo que Iris se sintiera como si el tiempo hubiera decidido detenerse para ellos dos.
—Gracias… —respondió ella, sin saber si quería seguir ese camino o si, de alguna manera, deseaba volver a la seguridad de la normalidad.
Iris no supo cómo referirse a él, sobre todo porque sabía que sus amigas las observaban con una mezcla de emoción y curiosidad, y sus padres… sus padres seguían ahí, cerca, tan cerca que el silencio que se creó entre ellos se volvió casi palpable. El momento había llegado, y Hugo había hecho su papel de maravilla. Quizás incluso demasiado bien, pensó Iris, con una punzada de nervios.
Cuando Hugo se apartó, sintió cómo el aire se volvía más denso a su alrededor. El calor de su presencia aún la envolvía, pero la realidad comenzó a filtrarse de nuevo, y con ella, el peso de la situación. Sus amigas, con sonrisas tan amplias que rozaban lo travieso, la miraban como si esperaran su reacción. Sin embargo, no fue hasta que Iris volteó que se dio cuenta de cuánto más importante se volvía ese momento. Su madre, parada a un costado, la observaba fijamente, y en su rostro se dibujaba una mezcla de sorpresa y algo que Iris no alcanzó a comprender completamente. Los ojos de su madre, usualmente tan calmados, ahora brillaban con una intensidad que la hizo sentir vulnerable.
—¿Eres… eres Hugo? —preguntó su madre, sorprendida, con la voz temblando ligeramente de la emoción.
Hugo, más alto que todos en la sala, incluido el padre de Iris, mantuvo la calma y, con una sonrisa sutil pero genuina, respondió:
—Sí, soy Hugo Barnard. Encantado de conocerlos, finalmente.
La respuesta de Hugo, tranquila y firme, no solo relajó a su madre, sino que también provocó una reacción inesperada. María, impulsiva por la emoción, lo abrazó de manera efusiva, algo que dejó a Hugo un tanto sorprendido. Iris, que observaba la escena, rápidamente le lanzó una mirada de disculpa a Hugo, como si ya anticipara su incomodidad.
—Eres un encanto, no sabía que mi yerno era tan encantador—dijo María, su voz llena de entusiasmo—. Soy María, pero puedes llamarme mamá, ¿eh?
Hugo, aunque un poco sorprendido por la calidez de la bienvenida, asintió con una sonrisa, dejando ver su agradecimiento.
—María está bien—respondió el padre de Iris, su tono serio pero cálido—. Ciaran, un placer.
El ambiente, que había estado cargado de nerviosismo, comenzó a suavizarse, y todo parecía encajar, aunque Iris no dejaba de sentir esa mezcla de emociones dentro de ella. Aun cuando trataba de recordarse que aquello no era real, y que no debía emocionarse por aquella situación.
Hugo tomó la mano de Ciaran con firmeza, mientras Iris observaba atentamente, notando cómo su padre apretaba la mano de Hugo con un gesto que denotaba respeto, aunque también algo de juicio. Por otro lado, María no perdió el tiempo y se colgó del brazo de Hugo, guiándolo hacia la salida. Iris caminaba junto a sus amigas, mientras su padre seguía un paso atrás, observando detenidamente a Hugo.
Iris, por su parte, esperaba que ese momento terminara, sintiendo una mezcla de incomodidad y nostalgia por la situación. Mientras avanzaban hacia la salida, notó cómo el estacionamiento se vaciaba poco a poco. Los graduados se dirigían a la fiesta de graduación, y los padres de la mayoría se retiraban.
—Es una lástima que tengamos que irnos, pero esperamos que nos visiten pronto. Tenemos que irnos porque debemos estar en el torneo de Cici, pero eres bienvenido a nuestra casa siempre que quieras —dijo María, abrazando a Hugo una vez más con calidez—. Ha sido un placer conocerte, Hugo.
Hugo, un tanto sorprendido por la cercanía de la madre de Iris, pero sonriendo genuinamente, la abrazó con suavidad y, con una sonrisa relajada, respondió:
—El placer es mío, señora Lambert. Muchas gracias por la bienvenida, sin duda nos veremos pronto.
Iris observaba todo en silencio, intentando procesar la complejidad de lo que acababa de suceder. Con un último apretón de manos hacia el padre de Iris y un suspiro de alivio, Hugo se despidió con un gesto amistoso, sintiendo que había superado con éxito la prueba de la primera impresión.
—Tenemos que irnos, mi niña, no dudes en llamarnos en cualquier momento —dijo su padre, depositando un dulce beso en su frente.
—Gracias, papá. No olviden llamarme al llegar a casa —respondió Iris, un poco triste porque se fueran tan pronto.
—Por supuesto, cariño, cuídate mucho.
Con una última mirada llena de cariño, su madre la abrazó con fuerza. Después de un breve intercambio de sonrisas y palabras, se despidieron y se marcharon.
Theo y Lila, quienes habían dado espacio para que Iris se despidiera de sus padres, se acercaron a ella nuevamente, trayendo consigo la calidez que solo ellas sabían transmitirle.
—Nosotras también nos vamos a casa —dijo Lila, sonriendo mientras le daba un último apretón de hombros a Iris.
—Pero tú no te preocupes, esta es tu noche y debes disfrutarla al máximo. Espero que disfrutes tu regalo —agregó Theo con una mirada pícara, guiñándole un ojo a Iris antes de salir con Lila.
—Theo…—Iris lo regañó en tono juguetón, pero sabía que no podía hacer mucho al respecto.
—Ya nos tenemos que ir, diviértanse. Nos vemos el lunes, Iris. Hasta luego, Hugo —dijo su amiga antes de irse junto a Theo, dejándolos completamente solos.
El sonido de sus pasos alejándose dejó un silencio palpable entre Iris y Hugo. Estaban solos en el estacionamiento, rodeados por los ecos del silencio, que se desvanecían con cada minuto que pasaba. Iris sentía una extraña mezcla de alivio y nerviosismo. Aquel momento que la había aterrado tanto, al parecer, había salido bien.
Sin embargo, la mentira que habían creado entre ambos se había extendido aún más allá de lo planeado. Su madre, entusiasta, había invitado a Hugo a su hogar en irlanda. Todo se sentía un poco surrealista.
—Eso ha salido bien… creo —murmuró Iris, rompiendo el silencio. Sus palabras sonaron más como una afirmación para ella misma que para él.
Hugo giró lentamente hacia ella, con una ligera sonrisa en su rostro.
Iris, relajada, dejó salir un suspiro y se acercó a él.
—Lo hemos manejado bien —respondió Hugo.
—Eres un excelente actor, ese beso fue… inesperado.
—Claro, espero no te haya molestado —dijo Hugo, haciéndola preguntarse si acababa de ver a Hugo Barnard nervioso.
Nunca lo había visto de aquella manera, y se preguntaba por qué.
—Puedo sobrevivir —bromeó Iris.
—Deberíamos irnos ya —agregó Hugo.
Iris asintió, y ambos se subieron al auto de Hugo. Era la segunda vez que Iris se montaba en aquel auto tan fascinante, y lo miró mientras se colocaba el cinturón de seguridad. Hugo se estiró en el asiento, alcanzó una bolsa de regalo de la parte trasera. La bolsa era hermosa, de un amarillo pastel, con flores de diferentes colores por todos lados. De un lado de la bolsa sobresalían peonias rosadas, con ligeros ramitos de hojas verdes y flores blancas.
—Hugo, no tenías por qué preocuparte —dijo Iris.
—Vamos, ábrelo —le animó él.
Iris abrió el bolso y, en el fondo, encontró una pequeña caja. La tomó en sus manos y lo miró de nuevo, curiosa. Abrió lentamente la caja y se llevó la mano a la boca al ver lo que contenía. Era un hermoso collar en forma de arcoíris, con nubes en cada extremo. Era demasiado precioso, y las piedras incrustadas lo hacían resaltar aún más. Se veía tan caro, pero conocía a Hugo, y no aceptaría que lo devolviera. Así que, llena de gratitud, le sonrió y aceptó el regalo. Hugo se ofreció a ayudarla a colocárselo.
—Es muy hermoso, Hugo, gracias. Pero, ¿por qué un arcoíris? —preguntó, llena de curiosidad.
—Porque siempre que te veo, parece que todo a tu alrededor se ilumina. Cuando ves un arcoíris sabes que todo estará bien, y cuando estoy cerca de ti se siente de esa manera, como si hubiese encontrado la mejor de las recompensas al final del arcoíris.
Su voz se fue apagando al final, y se quedó allí, observando a Iris con una mezcla de vulnerabilidad y algo más.
Iris, con una sonrisa tímida, tocó el collar y se sintió un poco sorprendida por sus palabras. No esperaba una respuesta tan bonita y profunda.
—Oh, Hugo… Es absolutamente hermoso.
Hugo sonrió, satisfecho de ver su reacción. Un silencio cómodo llenó el espacio entre ellos, como si la atmósfera estuviera cargada de algo más, algo que no necesitaba ser dicho. Sin decir nada más, encendió el auto y comenzó a conducir hacia la fiesta.