La habitación permaneció en silencio, perturbado apenas por el crujir de las ramas que el viento azotaba contra el vidrio de la ventana. Serethia la miraba con los labios tensos, y en sus ojos se reflejaba el rencor que otra vez la existencia de Kaira le generaba.
—Tu alegría es mi condena… —dijo finalmente, en voz baja—. Siempre lo ha sido, y ni siquiera tu muerte podría liberarme de ello.
—Lo sé —respondió Kaira, y un leve temblor quebró la suavidad de su voz—, y he sufrido por ello cada día, si eso puede consolarle.
Con su mano libre, Kaira apretó la tela de su vestido, hundiendo las uñas hasta que sus nudillos pusieron blancos. Sin embargo, su expresión permaneció inmutable, observándola con una fingida calidez que a Serethia le resultaba insoportable.
—Odio pensar en que su majestad entregue su amor a alguien más…—prosiguió, con un tono vacilante—. O que se una a usted en cuerpo, aunque diga que su alma siempre me pertenecerá. Sé que lo perderé porque lo que tenemos jamás será t