—No te preocupes; mientras yo exista, nadie llegará a ti —declaró Kaelrya con orgullo, segura, como si cada movimiento lo hubiese previsto con antelación—. Los doblegaremos y, como está predestinado, tú —como rey Alfa— erigirás un imperio donde todos los anteriores fracasaron.
—Con la espada, ni siquiera tu defensa podrá resistir —dijo Kaelvar, antes de tomar una copa que contenía un líquido casi tan rojo como sus ojos.
—¿La espada Nael’tharn? —pregunto, sorprendida—. Creí que había desaparecido cuando padre tomó el trono.
—También lo creí… igual que con los otros Naï’maris. Pero Serethia se protege bajo uno.
—Así que era cierto que escapó. —Kaelrya esbozó una sonrisa ladeada cuando su hermano frunció el ceño—. Fuiste muy permisivo con ella, te dejaste llevar por sentimentalismos.
La atmósfera se volvió densa, y los otros licántropos temblaron bajo su influjo. Kaelvar, aunque solo por un instante, dejó entrever su molestia. Su olor hizo tan denso el aire que algunas de las doncellas q