Cuando Kaira notó su presencia, giró apenas el rostro y esbozó una sonrisa. Pero no le llegó a los ojos.
El crepúsculo, reflejado en sus pupilas apagadas, acentuaba la fragilidad que no parecía querer abandonarla. Y fueron esos ojos lo que más lo golpeó: vacíos, como pozos secos, como si algo esencial ya se hubiera ido, por más que él intentara retenerlo.
—¿Ha venido a despedirse, mi señor? —preguntó Kaira con voz suave, apenas un susurro que parecía flotar más que sonar.
Kaelvar no respondió de inmediato. Se acercó a la cama, con pasos lentos, como si temiera que ella se deshiciera ante el más mínimo movimiento.
—Prometo que no tardaré —dijo al fin, con un tono bajo, casi tierno—. Pero necesito que me esperes.
Ella sonrió de nuevo, con esa tristeza dulce que dolía más que cualquier herida. Como si el gesto le costara un pequeño pedazo de vida.
—No sé cuánto más pueda... pero lo intentaré —susurró y alzó la mano con esfuerzo, para que él la tomara.
Kaelvar se arrodilló junto a la cama