Serethia cayó de rodillas en el piso del balcón, exhausta y con el pecho ardiéndole por el esfuerzo. Permaneció en esa posición por algunos segundos, intentando regular su respiración, y cuando por fin pudo dominar un poco el temblor en sus piernas, se incorporó.
Con cautela, desató la sábana, la jaló y se dirigió a la cama. Estando al lado, reparó en que la bandeja con la comida estaba tal como la había dejado, así que decidió esconder la prueba de su escape bajo su lecho y, por primera vez en horas, se permitió sentir alivio.
Pero le duró poco; el sudor y el polvo se pegan a su piel de una forma desagradable, incomodándola. Y, aunque estaba agotada, la sensación de suciedad le resultaba insoportable.
Incapaz de soportar su estado, se dirigió al servicio de aseo. Se desprendió de las botas y toda su ropa —como había solía hacerlo en el mundo humano—, dejándolas caer descuidadamente en el piso, y buscó refugió en la bañera, aunque el agua ya estaba fría.
Su piel se erizó al contac