Henrry apenas podía respirar sin que el ardor le calara en las costillas. El impacto del hechizo lo había lanzado contra la pared de piedra con la fuerza de un trueno, y aunque los sanadores habían trabajado sin descanso, su cuerpo todavía estaba roto en partes invisibles. Las visibles se ocultaban bajo vendas, pero su alma… esa seguía abierta en canal.
Cada movimiento era una punzada y cada latido, un recordatorio del precio que había pagado, pero nada dolía tanto como lo que había visto en sus ojos antes de que el hechizo lo golpeara.
Lucía, su bruja, su luna y la oscuridad que la había reclamado por un segundo.
La habitación estaba sumida en la penumbra, con apenas unas velas encendidas. Henrry había pedido que no entrara nadie más, que lo dejaran solo. El calor del sol entraba a ráfagas por el balcón, pero no lograba calentarle el pecho.
Su mente volvía una y otra vez a ese momento. Al beso, a la súplica silenciosa que creyó ver en los ojos de ella, al miedo disfrazado de furia, a