Ailén y Kairos se quedaron dormidos bajo un sauce del jardín, abrazados a sus pequeños tesoros: una flor azul que parecía brillar al sol, y una rama torcida que uno juraba era un cetro mágico. Lucía los observó en silencio, sentada a su lado. Nunca imaginó que dos niños pudieran desarmarla con tan poco, pero lo habían hecho.
Sus respiraciones suaves, los gestos inocentes, los murmullos entre sueños. Todo en ellos era tan puro, tan ajeno al ødio, que le hacía doler el pecho. Ailén se giró dormida y murmuró algo como “mamá”. Lucía cerró los ojos con fuerza. Nadie le había dicho jamás, mamá, nadie la había mirado con la fe ciega con la que esos pequeños la habían tomado de la mano y, cuando el viento sopló con dulzura y el sol comenzó a ocultarse, algo dentro de ella se movió. Como un llamado, un impulso imposible de ignorar.
Se levantó sin pensarlo y, tras proteger a los niños con una barrera, sus pasos suaves, como el susurro de una hoja, la guiaron por los pasillos del castillo. Nadie