La plaza amaneció con niebla baja que lamía los peldaños del Santuario como si el mismo valle escuchara con miedo. Los cofres abiertos aún tronaban en la memoria de la gente; los cascos y las tablillas ocupaban el centro como pruebas vivas. Kaeli caminó a la altura de la piedra central, respiró hondo y dejó que su voz, al pedir orden, cortara el murmullo.
—Hoy citaremos a declarar a todos los implicados —dijo—. Nadie hablé fuera de este perímetro. Proteged a los testigos. Y que la Corte no piense que el Santuario es un altar fácil de apagar.
Daryan se quedó a su lado. Tenía una lista de nombres que ya no eran meras palabras: eran relojes que podían estallar.
—He organizado lechos seguros en la Casa de la Marea —anunció—. Los capitanes se turnarán para custodiar. Kethra ha aceptado también blindar embarcaciones. Nadie saldrá sin escolta.
Un hombre se abrió paso entre la multitud hasta quedar frente a Kaeli. Era Lord Miron Volkov, un pariente lejano cuyo apellido compartía la manada, pe