La aurora llegó fría y seca. El Santuario olía a pino y a la tinta de pergaminos que no podrían quemar con facilidad. La plaza había quedado transformada en un tablero: mesas, testigos, gente que murmuraba nombres como si fueran piedras preciosas. Kethra desplegó mapas; Mirelle mostró rutas clandestinas; los capitanes limpiaron las manos de sal. Kaeli se puso en pie, como un faro en medio del rumor.
—Hoy —dijo— escribiremos a dónde ir. Luego iremos a buscar pruebas que no puedan reescribirse. Cada paso llevará escolta. Cada voz tendrá protección.
La escriba del Santuario, Aila, acercó un rollo sellado.
—He recibido una señal desde la Cámara de Sellos —dijo en voz baja—. No es de mi hermano. Es una nota: "No confíes en la Casa que te protege". La dejó un hombre encapuchado en la calle de los Carpinteros.
Un murmullo de alarma.
—Que nadie salga solo —ordenó Daryan—. Que los que vayan a la ciudad formen grupos, y que nadie confíe en envíos oficiales.
Selin se acercó a Kaeli.
—Quiero ir a