Capítulo 74

La noche que siguió a la derrota en Tannar fue la primera en semanas donde la luna no parecía presionar sobre la piel de Kaeli, sino acunarla. No porque la guerra hubiese menguado, sino porque la manada —esa madeja de cuerpos, costumbres y juramentos— había encontrado por un instante la valentía de permitirse un respiro. En el claro donde se enraizaba su campamento, las hogueras chispeaban con cuidado y las caricias de la bruma convertían la hierba en terciopelo. Los que habían sufrido heridas encontraban manos que sabían sanar, y los que llevaban nombres nuevos aprendían a pronunciarlos sin miedo.

La manada entera parecía, por una noche, una criatura única que exhalaba. No era la pausa de los cobardes; era la tregua que el instinto exige antes de volver a la carrera. Allí, entre pieles y cuerdas, los lobos de Volkov —ahora forjados por juramentos y batallas— se reencontraban con la parte de su naturaleza que no sabía de estrategia ni de listas: la de tocar y ser tocado, de mirar sin
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