La madrugada llegó con un frío que caló los huesos, pero el fuego del campamento se mantenía vivo, repartiendo calor y conversación entre los que no pudieron dormir. De una hoguera surgieron voces que hablaban de estrategias; de otra, risas que parecían música inesperada. El amanecer no sería una línea recta: la manada había aprendido que la vida se doblaba entre el deber y el deseo, y que salvar ambos era una habilidad tan necesaria como afilar una lanza.
Kaeli y Daryan no hablaron de política ni de mapas esa mañana. Se limitaron a un ritual pequeño y humano: preparar juntos la comida de la cuna, arrullar a Flor de Luna que aún dormía con la serenidad de quien pertenece. El gesto fue simple —moler hierbas, calentar agua, envolver pieles— y sin embargo, entre la rutina apareció la ternura que había ido tejiéndose en las noches. Sus dedos se rozaron al repartir el pan; la cercanía se volvió explícita cuando Daryan, sin ceremonial alguno, apoyó la frente contra la de Kaeli.
—Eres insopo