La mensajería real había tardado en alcanzar la cubierta, pero su llegada trajo algo más que papeles: un llamado a prudencia, y a la vez, una orden que olía a inevitabilidad. El emisario habló con voz templada y cansada: el Rey quería sendas de diálogo abiertas con algunos caballeros influyentes, pero autorizaba a la manada a actuar donde la ley no alcanzara. Era la doble cara de la Corona: protección pública y acuerdos discretos. Daryan plegó el pergamino con la calma de quien sabe que las palabras no bastan.
—Nos han dado una hoja para firmar y una llave para luchar —murmuró—. Debemos usar ambas.
Kaeli asintió. El viento golpeaba la vela como si marcara tiempo. La manada ya estaba en marcha mentalmente: entrenamientos nocturnos, curaciones, rastreos de sangre y tarea para las sombras aliadas. Pero la realidad más inmediata era que la destrucción de la forja había abierto una jauría: hombres lobo sin juramento dispersos, brujos exiliados que no daban su última palabra, notarios que c