Desperté en medio de la madrugada. La habitación estaba oscura, envuelta en silencio, y por un instante sentí el vacío de su ausencia aún más fuerte. Alcé la mano buscándolo, pero solo encontré la sábana fría y la cama vacía. Con cuidado, estiré el brazo y alcancé la lámpara de la mesita de noche; la luz tenue iluminó el cuarto y confirmó lo que mi instinto ya sabía: él no estaba.
Me sorprendí, aunque en el fondo no esperaba encontrarlo ahí, abrazándome para espantar el frío y el miedo. Me quedé recostada, observando la habitación, repasando en mi mente lo que habíamos hecho. Era aterrador pensar en lo fácil que mi cuerpo le respondía, casi demasiado fácil para haber sido solo la primera vez. Si no fuera por todo el contexto, por ese pacto que nos unía de una forma tan retorcida, estaba segura de que habría sido el amante perfecto para mí.
Pero la realidad era otra, y el peso de eso me cayó encima, tan pesado como el silencio que reinaba en la habitación.
De repente, una brisa mo