El atardecer caía sobre la ciudad como una caricia tibia y dorada, tiñendo los cielos con tonos de ámbar y coral. Nelly y Adrián descendieron del auto con las maletas en mano, el sonido de sus pasos sobre el empedrado anunciando su llegada. Habían pasado días junto al mar, respirando libertad, tratando de coser las heridas invisibles que el atentado había dejado en sus cuerpos… y en sus almas.
La mansión los recibió con la calidez de un hogar lleno de historia. El aroma de flores frescas, el sonido lejano de risas en la cocina y el murmullo de la fuente del jardín componían un escenario casi irreal. Adrián rodeó la cintura de Nelly con un brazo firme y la atrajo hacia sí, depositando un beso lento en su sien. Ella cerró los ojos.
—¿Te ayudó? —preguntó él, sus ojos buscando los suyos con ternura. Nelly cargaba a su hijo en brazos dormido.
—Si mi amor —respondió ella.
Adrián tomó a su hijo en brazos y luego la mano de Nelly.
Nelly observaba el lugar con nostalgia. Lo que buscaba al re