La mañana siguiente amaneció con un cielo encapotado, cargado de nubes grises que parecían pesar sobre la mansión. Un viento leve recorría los jardines, haciendo crujir suavemente las ramas de los árboles y colando una brisa fría por los ventanales de la sala de ejercicios. En el interior, el ambiente contrastaba con el exterior: cálido, luminoso, con el aroma persistente de aceites de eucalipto y el sonido lejano de un piano tocado en alguna habitación, como música de fondo no planeada.
Maritza entró puntual, como siempre, con su carpeta en mano y su cabello recogido en una trenza apretada que marcaba el contorno serio de su rostro. No había ni una palabra de más en su saludo. No lo miró directamente. Pero Alan la notó al instante.
Él ya estaba en su lugar, sobre la camilla, con una toalla doblada a un lado y la camiseta ligeramente húmeda en el pecho y no era porque ya había comenzado las terapias. Si no porque solo verla todo su cuerpo sudaba solo imaginándola.
No dijo nada tampoc