PAOLO MORELOS
El despacho se convirtió en un latido rápido: llamadas, miradas, decisiones tomándose al vuelo. Había acabado de explicar lo que sabíamos de Visconti cuando Kiara, que había asomado a la puerta, quiso ofrecerse. La tensión me obligó a frenar un segundo: me gusta la gente dispuesta, pero también quiero a los míos vivos y enteros.
Entonces todo cambió con una sola frase. Noah se giró hacia ella con una calma que me gusta: la calma del hombre que no necesita hacer ruido para imponer su voluntad. Ella lo miró y dijo, firme:
—Yo quiero ir.
Noah no sonrió como yo esperaba. Caminó despacio hasta ella, y cuando estuvo a su lado le rozó la mejilla con la palma, un gesto que destiló historia. Lo oí decir, en voz baja, con esa mezcla de hombre y padre que tiene:
—No, amor. Tú te quedas acá con Silvano y las chicas. Nuestro bebé está recién creciendo; no puedo arriesgarme a que le pase algo.
Ella lo retó con una sonrisa que mezclaba desafío y ternura:
—Pero Noah, vas a América. Te vo