SARA BLACKSTOME
El aroma del estofado aún llenaba la casa, pero mis sentidos estaban puestos en otra cosa. Me acerqué a la ventana con la taza de té caliente entre las manos y, apenas corrí un poco la cortina, vi la escena.
Ahí estaban. Adriano y Dalia, caminando juntos por el jardín como si el tiempo no hubiera pasado.
—Mira, Susan… —susurré, inclinándome un poco hacia mi suegra, que estaba sentada en el sillón con su propio té—. Mira cómo la mira.
Susan, que nunca ha necesitado gafas para notar lo importante, se levantó con la agilidad de una mujer mucho más joven y se colocó a mi lado.
—Ay, por favor, hija… —dijo, llevándose una mano al pecho—. Si eso no es amor, yo dejo de llamarme Susan.
Sonreí con el corazón latiéndome fuerte. Durante meses, verlo perdido, frío, incluso grosero con ella, me había dolido más de lo que quería admitir. Dalia había sido la única mujer que realmente había llenado de luz su vida… y él, por culpa de esa maldita pérdida de memoria, la había dejado ir.