ADRIANO
El sonido de las teclas llenaba mi oficina. La pantalla frente a mí mostraba cifras, gráficos, reportes… pero mi mente estaba lejos. Muy lejos.
La puerta se abrió sin que yo diera permiso.
—Uuuy, mi cursi amigo… —canturreó Gael, entrando como si fuera dueño del lugar—. ¿Desde cuándo compras flores?
Fruncí el ceño, dispuesto a ignorarlo, hasta que vi lo que traía en las manos.
Las dalias rojas y blancas, entrelazadas con ramitas de lavanda. El mismo ramo que cada semana dejaba en la puerta de Dalia.
Gael lo puso sobre mi escritorio con una sonrisa burlona.
—Toma, te las dejaron en conserjería.
Las tomé sin decir nada. El aroma me golpeó, recordándome que aún no había pasado la semana desde la última vez que las llevé. Pero desde que desperté sentía esa necesidad de llevarle flores a Dalia.
—Eso no te incumbe —gruñí.
—Vaya, vaya… —se dejó caer en la silla frente a mí—. ¿Estamos frente a un CEO frío y arrepentido? Pasamos de ser un CEO en coma a un CEO arrepentido.
—Cállate. ¿Qué