La puerta de la mansión se abrió y el aire de la calle entró con olor a lavanda. Al primer paso reconocí su andar lento, pesado, ese ritmo distinto que solo tiene Dalia cuando está agotada. Cerré la carpeta que estaba revisando, dejé el bolígrafo en la mesa y me levanté de inmediato.
Ella entró, la veo sostenerse del marco con una mano sobre su vientre. Su mirada se encendió apenas me encontró. En mis venas, ese simple gesto es un disparo.
—Hola, amor —murmuré acercándome para recibirla—. ¿Dónde estabas?
Ella sonrió, pero era una sonrisa cansada.
—Uff… tengo noticias.