GAEL MARCHANT
Escuché la puerta cerrarse.
El clic del cerrojo me retumbó en la cabeza como un golpe.
Adriano se había ido.
Me había dejado comida, orden, silencio.
Y esa maldita sensación de vacío.
Me dejé caer sobre la cama con la bata entreabierta, el cuerpo pesado, el alma hecha trizas.
El alcohol seguía corriendo por mi sangre, lento, espeso.
Solo quería dormir… dormir hasta que el dolor se disolviera en la nada.
Cerré los ojos.
El ruido del agua goteando en el baño me arrullaba.
Por un momento creí oír pasos.
Suaves, casi un eco.
La puerta se abrió, y el aire cambió.
No me moví.
Estaba demasiado cansado para reaccionar.
Demasiado roto para abrir los ojos.
El colchón se hundió a mi lado.
Un aroma familiar me envolvió.
Su perfume.
Ese que me había perseguido en cada maldito rincón de mi casa.
Sentí unas manos cálidas tocarme el rostro.
Dedos suaves que retiraban mechones de cabello mojado de mi frente.
Un roce leve, cuidadoso.
Mi mente borracha jugaba conmigo: la veía ahí, como si