ADRIANO
La puerta se abrió y su voz atravesó el despacho como un susurro que ya conocía, uno que, sin quererlo, me buscaba en un lugar que no podía identificar.
—Señor Blackstone. Estoy acá. Dígame dónde firmo.
Me giré.
Y, por un segundo…
todo el aire de la habitación pareció desaparecer.
Era tan pequeña. Tan humilde.
Tan devastadoramente real.
Vestía una blusa clara, un pantalón sobrio y el cabello recogido de forma descuidada.
Y, aun así… algo en ella hizo que mi corazón se estremeciera sin mi permiso.
La vi ahí, frente a mí, con ese porte silencioso, humilde… y con la misma mirada que…
que había visto antes.
¿Dónde?
¿Dónde había visto esos ojos grises?
—Aquí —dije, extendiéndole el documento.
Ella caminó hasta mí. Sus pasos eran tranquilos, pero cada uno de ellos resonaba en mi pecho como si marcara un tiempo distinto al de la habitación. Tomó la pluma.
Su mano temblaba apenas, pero no dijo nada.
Mientras firmaba, su perfume me golpeó.
Lavanda.
Lavanda.
¿Por qué eso me resultaba ta