Aunque el alma duela, sigo de pie

DALIA

La casa era pequeña.

Solo una habitación, una cocina con comedor y un baño.

Un hogar que me alcanzó con lo que me dio la señora Sara.

Y aunque sencilla, era mía. Un rincón del mundo donde podía cerrar la puerta y saber que nadie entraría a gritarme, a echarme, a arrebatarme la poca paz que me quedaba.

Ya nadie vendría aquí a echarme a la calle o quitármela.

Colgué las fotos de mi padre en el pasillo estrecho. Su sonrisa detenida en el tiempo me observaba cada vez que pasaba.

Puse su radio sobre la repisa junto a mis libros.

Su ajedrez en la mesa del living.

Y su camisa… la doblé con cuidado y la dejé sobre mi almohada, como si aún pudiera abrazarme con ella. A veces, en la noche, me acercaba y respiraba su aroma gastado, engañando a mi corazón con la idea de que él seguía ahí.

Había pasado una semana y el corazón seguía hecho trizas.

Pero este lugar, por muy humilde que fuera, no me recordaba a él.

A Adriano.

Aquí, no estaba su perfume.

Ni su cama. Ni sus ojos mirándome con rabi
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