ADRIANO
El amanecer se filtraba tímido por los ventanales de la suite, bañando todo con un tono dorado. Abrí los ojos despacio, sintiendo un peso cálido sobre mi pecho. Allí estaba ella, dormida, con los labios entreabiertos y los cabellos revueltos cayéndole sobre la frente.
No podía dejar de mirarla. Después de todo lo vivido, verla así, tan serena, era un milagro. La acaricié suavemente, recorriendo con los dedos la curva de su espalda desnuda bajo la sábana.
—Buenos días, señora Blackstone —susurré, besando su coronilla.
Ella murmuró algo entre sueños, moviéndose apenas como un gatito regalón. Sonreí. Quise quedarme así para siempre, con el silencio roto solo por su respiración tranquila.
Pero un golpe suave en la puerta me sacó de mis pensamientos. Me levanté con cuidado, sin despertarla, y abrí. El servicio del hotel había dejado un carrito con el desayuno: café recién hecho, jugo de naranja, croissants, frutas frescas y una bandeja de panqueques con miel.
—Perfecto —murmuré, ar