ADRIANO
El jet privado descendió suavemente sobre la pista de Charles de Gaulle, y el corazón de Dalia latía tan fuerte que podía sentirlo en la palma de su mano, que yo mantenía firme entrelazada con la mía. Desde la ventanilla, sus ojos se abrieron como dos faros de ilusión.
—Adriano… es París.
Sonreí. Esa inocencia en su voz, esa emoción que ni siquiera trataba de esconder, me desarmaba por completo.
—Es París, amor. Y es todo tuyo.
Un auto negro nos recogió y nos llevó directo al hotel que había reservado. No aceptaba menos que lo mejor para ella. La suite daba al Sena, y desde las ventanas se veía la silueta majestuosa de la Torre Eiffel iluminándose poco a poco, como si nos diera la bienvenida.
Dalia corrió a la ventana y apoyó las manos en el vidrio.
—Es más hermosa de lo que soñaba.
Me acerqué despacio, rodeándola por la cintura y apoyando mi barbilla en su hombro.
—Todavía no la has visto de cerca. Espera a que subamos.
Ella se giró hacia mí y me besó con una dulzura que cont