ADRIANO
El sonido del tenedor contra el plato era casi hipnótico. Corté un pedazo más de filete, pequeño, del tamaño exacto para que Dalia pudiera comerlo sin esfuerzo, y lo llevé hasta sus labios. Ella lo aceptó con una sonrisa cansada, apoyada en las almohadas, todavía con ese brillo frágil que me recordaba cada segundo lo cerca que había estado de perderla.
—No tienes que darme de comer, Adriano —susurró, sonrojada.
—Claro que sí —repliqué, rozando sus labios con el tenedor antes de retirarlo—. Me gusta hacerlo.
Ella rió bajito, pero se rindió, porque sabía que no iba a dejarla. Para mí, verla comer era otra forma de comprobar que seguía viva.
El teléfono vibró en mi bolsillo. Mi mano libre lo sacó mientras con la otra aún sostenía el plato. El mensaje apareció en la pantalla, firmado con un nombre que me encendía la sangre:
Enzo: Encontré una pista. ¿Vienes?
Mi corazón dio un salto. Volví la mirada hacia Dalia. Ella me observaba con esos ojos que parecían leerme el alma.
Guardé el