VALERIO VISCONTI
El olor a pólvora y sangre aún impregnaba el aire cuando crucé los portones destrozados de la mansión. El silencio era peor que cualquier balacera: ni un gemido, ni un disparo lejano, ni un cuerpo respirando. Solo la quietud de la muerte.
Mis botas se hundieron en charcos de sangre fresca. Mis hombres recorrían el lugar con linternas, abriendo puertas, volteando cadáveres. Yo avanzaba como un animal herido, la mandíbula apretada hasta dolerme.
—¡Sonia! —rugí, mi voz rompiendo el eco de los pasillos—. ¡Sonia, amore mio!
Nada.
Me interné en el salón principal. Allí estaba mi hermano, o lo que quedaba de él: su cuerpo desplomado, sin su cabeza. La visión me revolvió las entrañas.
—Maldetti… —murmuré con rabia, apartando la mirada.
Me agaché, respirando hondo, buscando cualquier rastro de ella. Una bufanda, un perfume, una huella que me dijera que seguía viva. Pero solo hallaba cuerpos, todos fríos, todos ajenos.
Uno de mis hombres llegó corriendo, jadeando.
—Señor… —me m